Wednesday, May 17, 2006
Je suis un inconditionnel du billet "El Hilo" de Xavier Mas de Xaxàs dans La Vanguardia. Sa livraison d'hier est plus qu'excellente. Brillante.
La sociedad catalana está a punto de vivir una de sus habituales catarsis públicas, una alucinación colectiva, al mismo tiempo, que hará levitar a gran parte de la población. De hecho, el fenómeno ya se ha iniciado. Escribo estas líneas cuando falta poco más de un día para que el FC Barcelona se enfrente al Arsenal en la final de la Liga de Campeones, el torneo de clubs más importante del mundo. La gran movilización ciudadana, con decenas de miles de aficionados desplazados a París para ocupar su asiento en el Stade de France y millones más planificando la velada por televisión, demuestra, en gran medida, la capacidad de un pueblo para ilusionarse, sufrir y disfrutar con un partido de fútbol.
También demuestra, sin embargo, la capacidad de un sistema político y económico, de una organización social avanzada, de un país con aspiraciones sofisticadas, de utilizar los genuinos sentimientos de una afición deportiva para el empobrecimiento colectivo.
Me gusta el fútbol. Soy asiduo del Camp Nou, uno de los estadios con mejor calidad futbolística, tanto propia como ajena. No me gusta, sin embargo, lo que rodea a este deporte, que es capaz de lograr, como ninguna otra actividad humana y, evidentemente, como ninguna organización internacional, la unión de intereses, la utopía de una aldea global enganchada a un objetivo común.
No me gusta, por ejemplo, la frivolidad de los políticos en torno a este deporte. Los baños de masas que suelen darse, por ejemplo, en el palco del Camp Nou. Tampoco me gusta escuchar en Catalunya Radio al hasta hace unos días consejero de Gobernación de la Generalitat, diciendo que lo único que funciona en este país es el fútbol. Hablaba como hincha del FC Barcelona y como político desplazado del poder por una desfavorable relación de fuerzas. Se enfrentó al presidente Maragall (PSC) y su partido, Esquerra Republicana, lo sacrificó para seguir en el Gobierno. Gobierno del que, sin embargo, sería expulsado días después por haber cedido a la presión de las bases y oponerse al nuevo estatuto de autonomía.
De esta crisis política también se ha escrito y hablado mucho en Cataluña en los últimos días, aunque sin provocar las levitaciones que consigue el fervor barcelonista. Afortunadamente, nadie se lo toma en serio. El teatro político hace tiempo que perdió su misterio. La dramática sobriedad de la transición se ha trocado en revista de variedades. El diputado conservador Martínez Pujalte lo demostró la semana pasada en el Congreso de los Diputados con una insubordinación al presidente de la Cámara que le mereció la expulsión del hemiciclo. Nunca había sucedido en el parlamento democrático. Martínez se mofó del ministro de Defensa, que intervenía en el pleno para defender el envío de más tropas a Afganistán, y desoyó las llamadas al orden del presidente. Tras la expulsión, el griterío de las filas conservadoras pidiendo la dimisión del ministro por su responsabilidad política en la detención de dos miembros del Partido Popular, fue tan intenso que enterró las palabras del ministro.
Más que no gustarme, me preocupan mucho los comentarios que emanan de las tertulias radiofónicas sobre la llegada a Canarias de embarcaciones repletas de subsaharianos desesperados. Seis mil personas en los últimos cinco meses. En Radio Nacional uno de estos opinadores manifestó que España sólo debería admitir inmigrantes latinoamericanos y rumanos, gente de afinidad lingüística y religiosa. En Catalunya Ràdio otro opinador se quejó de la delincuencia asociada a estas personas y sugirió que deberían desembarcar con un certificado de buena conducta. En la SER se abogaba por la expulsión inmediata de los recién llegados con el argumento de que España no puede admitir más inmigración. En estas opiniones saltaron a la vista los sustratos de fascismo y racismo que forman el modo de ser de muchos españoles.
Españoles como el hombre de Albacete que el otro día le metió cuatro balazos a su compañera mientras ésta huía del piso, escaleras abajo, con su hijo de siete años en brazos. Ella sobrevivió al ataque, pero el pequeño murió. El hombre pidió perdón. Dijo que estaba borracho y drogado.
Excusas. Somos buenos con las excusas, como las que mantuvo la consejera de Bienestar de la Generalitat catalana para declinar toda responsabilidad en el caso de Alba, una niña que lleva dos meses en el hospital de la Vall d’Hebron con serias lesiones cognitivas y motrices a raíz de una brutal paliza que recibió de su padrastro. La situación de la niña, que había sufrido agresiones previas, era conocida en el departamento, que, aún así, fue incapaz de protegerla.
¿Quién protege a las 400.000 familias presuntamente timadas por Fórum Filatélico y Afinsa, dos firmas que prometían beneficios suculentos a cambio de invertir en sellos? El estado parece que se hará cargo de los más necesitados. Es el mismo estado que en 2001 y 2003 descubrió que Fórum blanqueba dinero, pero la investigación no fructificó, a pesar de que ahora parece claro que este dinero, de alguna forma, acabó también en Marbella, financiando el mayor escándalo de urbanístico de la historia de España.
Marbella edificaba viviendas ilegales con dinero timado a pequeños ahorradores y al juez del Olmo, de baja por enfermedad, se le pasó la semana pasada renovar la prisión preventiva de un hombre supuestamente implicado en los atentados del 11-M, que quedó en libertad a la espera del juicio.
La economía española, mientras tanto, mientras los aficionados esperan que la pelota cruce la línea de gol, pierde competitividad y productividad. Estamos distraídos, no encontramos la manera de ser más eficientes y cuando bajamos al bar a por un café nos quejamos del precio. La inflación no afloja, lo que se traduce en menos exportaciones, más déficit comercial y viviendas igualmente caras para los jóvenes que luchan por abandonar la casa de sus padres.
Jóvenes que cobran mil euros al mes y ocupan la plaza Sant Jaume, como hicieron el domingo, para reivindicar unas ayudas que no tienen porque España está a la cola de Europa en prestaciones sociales.
Los jóvenes franceses, que en 1968 aspiraban a encontrar la playa bajo los adoquines de París, hoy luchan por un empleo y una vivienda digna. Luchan en una sociedad, como la española, donde nadie está dispuesto a pagar más por lo que un inmigrante extracomunitario puede hacer por menos.
Mañana al ponerse el sol, el FC Barcelona y el Arsenal jugarán en el Stade de France, que está en Saint Dènis, uno de los barrios más conflictivos de Europa, un gueto de inmigrantes, negros y musulmanes en su mayoría, sin opción a nada que no sea la lógica de la pobreza, la mala educación, la violencia y las drogas. Saint Dènis, foco de los disturbios del pasado mes de noviembre -¿recuerdan la quema de coches?-, donde Al Qaeda recluta terroristas suicidas y las escuelas son un infierno, acogerá el miércoles por la noche a un pueblo ilusionado con un triunfo en la Liga de Campeones, un pueblo dispuesto a gritar gol como quien antes, a mediados de los 70, gritaba llibertad, aministia, estatut d’autonomia. Será un grito de alegría para llenar el pozo que a diario cavan noticias como las aquí relatadas.
El riesgo está que la pelota no entre, y la hinchada catalana, con la cruz de 1714 a cuestas, se eche a las calles de Saint Dènis a pasear su destino de nación perdida en la derrotada.
Sería bueno que, en este escenario catastrofista, pudiera producirse el encuentro fortuito de un catalán barcelonista con algún ciudadano local, uno de estos franceses condenados a vivir sin egalité, capaz de prenderle fuego a una senyera o una bufanda blaugrana y quedarse tan ancho.
Tal vez entonces recuperaríamos el sentido común y viviríamos los acontecimientos deportivos como lo que son, como fiestas intrascendentes, organizadas sin más motivo que la diversión y el entretenimiento. Dejaríamos de hincharnos el ego patriótico con los éxitos de Pedrosa, Alonso y Nadal, los héroes del pasado fin de semana para millones de españoles.
Mientras no lo hagamos seguiremos idiotizados, como seres babosos a la espera de que entre el balón.
Xavier Mas de Xaxàs Faus (Barcelona, 1964), es periodista y licenciado en Historia Contemporánea, fue corresponsal de La Vanguardia en Washington (1996-2002) y en la actualidad es reportero de información local.
Es autor de "La sonrisa americana. Una reflexión sobre el imperio estadounidense" (Mondadori) y de "Mentiras. Viaje de un periodista a la desinformación" (Destino)
La sociedad catalana está a punto de vivir una de sus habituales catarsis públicas, una alucinación colectiva, al mismo tiempo, que hará levitar a gran parte de la población. De hecho, el fenómeno ya se ha iniciado. Escribo estas líneas cuando falta poco más de un día para que el FC Barcelona se enfrente al Arsenal en la final de la Liga de Campeones, el torneo de clubs más importante del mundo. La gran movilización ciudadana, con decenas de miles de aficionados desplazados a París para ocupar su asiento en el Stade de France y millones más planificando la velada por televisión, demuestra, en gran medida, la capacidad de un pueblo para ilusionarse, sufrir y disfrutar con un partido de fútbol.
También demuestra, sin embargo, la capacidad de un sistema político y económico, de una organización social avanzada, de un país con aspiraciones sofisticadas, de utilizar los genuinos sentimientos de una afición deportiva para el empobrecimiento colectivo.
Me gusta el fútbol. Soy asiduo del Camp Nou, uno de los estadios con mejor calidad futbolística, tanto propia como ajena. No me gusta, sin embargo, lo que rodea a este deporte, que es capaz de lograr, como ninguna otra actividad humana y, evidentemente, como ninguna organización internacional, la unión de intereses, la utopía de una aldea global enganchada a un objetivo común.
No me gusta, por ejemplo, la frivolidad de los políticos en torno a este deporte. Los baños de masas que suelen darse, por ejemplo, en el palco del Camp Nou. Tampoco me gusta escuchar en Catalunya Radio al hasta hace unos días consejero de Gobernación de la Generalitat, diciendo que lo único que funciona en este país es el fútbol. Hablaba como hincha del FC Barcelona y como político desplazado del poder por una desfavorable relación de fuerzas. Se enfrentó al presidente Maragall (PSC) y su partido, Esquerra Republicana, lo sacrificó para seguir en el Gobierno. Gobierno del que, sin embargo, sería expulsado días después por haber cedido a la presión de las bases y oponerse al nuevo estatuto de autonomía.
De esta crisis política también se ha escrito y hablado mucho en Cataluña en los últimos días, aunque sin provocar las levitaciones que consigue el fervor barcelonista. Afortunadamente, nadie se lo toma en serio. El teatro político hace tiempo que perdió su misterio. La dramática sobriedad de la transición se ha trocado en revista de variedades. El diputado conservador Martínez Pujalte lo demostró la semana pasada en el Congreso de los Diputados con una insubordinación al presidente de la Cámara que le mereció la expulsión del hemiciclo. Nunca había sucedido en el parlamento democrático. Martínez se mofó del ministro de Defensa, que intervenía en el pleno para defender el envío de más tropas a Afganistán, y desoyó las llamadas al orden del presidente. Tras la expulsión, el griterío de las filas conservadoras pidiendo la dimisión del ministro por su responsabilidad política en la detención de dos miembros del Partido Popular, fue tan intenso que enterró las palabras del ministro.
Más que no gustarme, me preocupan mucho los comentarios que emanan de las tertulias radiofónicas sobre la llegada a Canarias de embarcaciones repletas de subsaharianos desesperados. Seis mil personas en los últimos cinco meses. En Radio Nacional uno de estos opinadores manifestó que España sólo debería admitir inmigrantes latinoamericanos y rumanos, gente de afinidad lingüística y religiosa. En Catalunya Ràdio otro opinador se quejó de la delincuencia asociada a estas personas y sugirió que deberían desembarcar con un certificado de buena conducta. En la SER se abogaba por la expulsión inmediata de los recién llegados con el argumento de que España no puede admitir más inmigración. En estas opiniones saltaron a la vista los sustratos de fascismo y racismo que forman el modo de ser de muchos españoles.
Españoles como el hombre de Albacete que el otro día le metió cuatro balazos a su compañera mientras ésta huía del piso, escaleras abajo, con su hijo de siete años en brazos. Ella sobrevivió al ataque, pero el pequeño murió. El hombre pidió perdón. Dijo que estaba borracho y drogado.
Excusas. Somos buenos con las excusas, como las que mantuvo la consejera de Bienestar de la Generalitat catalana para declinar toda responsabilidad en el caso de Alba, una niña que lleva dos meses en el hospital de la Vall d’Hebron con serias lesiones cognitivas y motrices a raíz de una brutal paliza que recibió de su padrastro. La situación de la niña, que había sufrido agresiones previas, era conocida en el departamento, que, aún así, fue incapaz de protegerla.
¿Quién protege a las 400.000 familias presuntamente timadas por Fórum Filatélico y Afinsa, dos firmas que prometían beneficios suculentos a cambio de invertir en sellos? El estado parece que se hará cargo de los más necesitados. Es el mismo estado que en 2001 y 2003 descubrió que Fórum blanqueba dinero, pero la investigación no fructificó, a pesar de que ahora parece claro que este dinero, de alguna forma, acabó también en Marbella, financiando el mayor escándalo de urbanístico de la historia de España.
Marbella edificaba viviendas ilegales con dinero timado a pequeños ahorradores y al juez del Olmo, de baja por enfermedad, se le pasó la semana pasada renovar la prisión preventiva de un hombre supuestamente implicado en los atentados del 11-M, que quedó en libertad a la espera del juicio.
La economía española, mientras tanto, mientras los aficionados esperan que la pelota cruce la línea de gol, pierde competitividad y productividad. Estamos distraídos, no encontramos la manera de ser más eficientes y cuando bajamos al bar a por un café nos quejamos del precio. La inflación no afloja, lo que se traduce en menos exportaciones, más déficit comercial y viviendas igualmente caras para los jóvenes que luchan por abandonar la casa de sus padres.
Jóvenes que cobran mil euros al mes y ocupan la plaza Sant Jaume, como hicieron el domingo, para reivindicar unas ayudas que no tienen porque España está a la cola de Europa en prestaciones sociales.
Los jóvenes franceses, que en 1968 aspiraban a encontrar la playa bajo los adoquines de París, hoy luchan por un empleo y una vivienda digna. Luchan en una sociedad, como la española, donde nadie está dispuesto a pagar más por lo que un inmigrante extracomunitario puede hacer por menos.
Mañana al ponerse el sol, el FC Barcelona y el Arsenal jugarán en el Stade de France, que está en Saint Dènis, uno de los barrios más conflictivos de Europa, un gueto de inmigrantes, negros y musulmanes en su mayoría, sin opción a nada que no sea la lógica de la pobreza, la mala educación, la violencia y las drogas. Saint Dènis, foco de los disturbios del pasado mes de noviembre -¿recuerdan la quema de coches?-, donde Al Qaeda recluta terroristas suicidas y las escuelas son un infierno, acogerá el miércoles por la noche a un pueblo ilusionado con un triunfo en la Liga de Campeones, un pueblo dispuesto a gritar gol como quien antes, a mediados de los 70, gritaba llibertad, aministia, estatut d’autonomia. Será un grito de alegría para llenar el pozo que a diario cavan noticias como las aquí relatadas.
El riesgo está que la pelota no entre, y la hinchada catalana, con la cruz de 1714 a cuestas, se eche a las calles de Saint Dènis a pasear su destino de nación perdida en la derrotada.
Sería bueno que, en este escenario catastrofista, pudiera producirse el encuentro fortuito de un catalán barcelonista con algún ciudadano local, uno de estos franceses condenados a vivir sin egalité, capaz de prenderle fuego a una senyera o una bufanda blaugrana y quedarse tan ancho.
Tal vez entonces recuperaríamos el sentido común y viviríamos los acontecimientos deportivos como lo que son, como fiestas intrascendentes, organizadas sin más motivo que la diversión y el entretenimiento. Dejaríamos de hincharnos el ego patriótico con los éxitos de Pedrosa, Alonso y Nadal, los héroes del pasado fin de semana para millones de españoles.
Mientras no lo hagamos seguiremos idiotizados, como seres babosos a la espera de que entre el balón.
Xavier Mas de Xaxàs Faus (Barcelona, 1964), es periodista y licenciado en Historia Contemporánea, fue corresponsal de La Vanguardia en Washington (1996-2002) y en la actualidad es reportero de información local.
Es autor de "La sonrisa americana. Una reflexión sobre el imperio estadounidense" (Mondadori) y de "Mentiras. Viaje de un periodista a la desinformación" (Destino)